Entre la vigilia y el sueño, entre la realidad y la fantasía, entre la certidumbre y el equívoco, este pasado miércoles arribó al Teatro Romea de Murcia Rafael Álvarez El Brujo para presentar su último espectáculo, Misterios del Quijote; obra que, partiendo de las tesis contenidas en el ensayo El Quijote como juego, de Gonzalo Torrente Ballester, desarrolla diversos pasajes de la novela de Cervantes conectándolos con acontecimientos pertenecientes a la más inmediata actualidad.
Así, ávidos por conocer los entresijos de este montaje con el que El Brujo rinde homenaje a la figura de Miguel de Cervantes en el cuarto centenario de su muerte, decidimos acercarnos al precioso coliseo murciano, coliseo que lleva por nombre el de uno de los actores españoles más grandes del siglo XIX, para abrir la temporada de teatro con una obra de lujo avalada por el magisterio de uno de los actores españoles más grandes de finales del siglo XX y principios del XXI, Rafael Álvarez.
De este modo, acomodados en nuestras localidades, lo primero que llamaría nuestra atención sería la austeridad de una puesta en escena que, cerrada al fondo por cinco candiles colgados de largos cables iluminados, tan solo habría de ofrecer como elemento escénico una humilde mesa de madera sobre la que se hallarían una serie de objetos clave para la comprensión de la obra, tales como un ejemplar del Quijote, unos pergaminos, o una rosa blanca, que sería utilizada como hilo conductor de la trama.
Y es que la rosa blanca -con la que una misteriosa dama minutos antes de la función obsequia a Rafael Álvarez haciéndole ver que a partir de entonces él será Don Quijote porque ella, quizá la propia Dulcinea, así lo ha querido- transformará al actor en ingenioso hidalgo contemporáneo para que, sin necesidad de yelmos ni celadas ni lanzas ni rocines ni escuderos, vaya recorriendo las páginas de la novela cervantina tratando de comprender su génesis y significado mientras, además, la pone en relación, tanto con la realidad externa, como con su pasado más íntimo a través de la figura de su padre.
De este manera, fundidos actor y personaje en uno solo, Rafael Álvarez El Quijote, o Alonso Quijano El brujo, partirían juntos en singular viaje por la llanura manchega para ofrecernos un conjunto de aventuras que tendrían por objeto demostrar el poder de la palabra como instrumento alquímico capaz de transformar la realidad y dar sentido a los misterios de la existencia. Así, como sugirió Torrente Ballester, la palabra esgrimida por Don Quijote para construir su propia locura acabaría convirtiéndose en delicada rosa blanca, en corazón y hasta en santo grial para acabar concediéndole al personaje su anhelada y merecida inmortalidad.
A la postre, la obra, cuya estructura vendría dada por la sucesión de pasajes del Quijote, se desarrollaría a través de un triple plano que abarcaría el de la novela, el de la realidad contemporánea y el de la propia vida del actor para desplegar la trama de la obra cervantina combinando disquisiciones eruditas, interpretaciones dramáticas y monólogos de humor de amplio sabor popular mediante los cuales El Brujo acabaría ofreciendo un suculento espectáculo cuajado de deliciosos juegos de metáforas y paralelismos con los que hacer reír, y pensar, al público sobre Cervantes, sobre el Quijote, sobre él mismo y, por encima de todo, sobre el poder de la palabra.