Noche de gran expectación, la que pudimos vivir este jueves en el Teatro Circo de Murcia con motivo del estreno de La avaricia, la lujuria y la muerte; adaptación del célebre Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte, de Valle-Inclán, realizada y dirigida por César Bernard para la Compañía Insomnes Teatro.
Así, estimulados por el deseo de conocer cómo se llevaría a cabo la representación de las obras breves que bajo el mencionado título del Retablo agrupó Valle en 1927, no dudamos en plantarnos en el precioso coliseo de la calle Villar para comprobar con satisfacción, antes de nada, el notable interés que había despertado la cita entre el público murciano.
De esta forma, tras superar los corrillos apostados a las puertas y dejar a un lado la nutrida cola de la taquilla en el vestíbulo; ya dentro del recinto escénico, lo primero que vino a llamar nuestra atención fue la densidad y la amplitud de una niebla que, unida a la tenue iluminación de la sala, parecía por momentos sumir a todo el teatro en una deliciosa atmósfera nocturna de ensueño e irrealidad.
A eso de las 21:00h, y aún minutos antes de que diera comienzo la función, aguzando la vista íbamos a poder advertir la sobriedad y la originalidad de una puesta en escena conformada por una enorme puerta metálica de dos hojas caprichosamente recortada en su parte superior y flanqueada por sendas montañas de maletas apiladas cual si fueran dos vetustas paredes a punto de derrumbarse.
Ya iniciada la obra, a la neblina, a la iluminación y al decorado, vendrían a unirse, por un lado, el sonido de una persistente ventisca y, por otro lado, la inquietante presencia de unos personajes que, inmóviles, parecían mirar a los asistentes escrutando sus expresiones. A continuación, quedando en escena solo La Mozuela y La Raposa, empezaría Ligazón, la primera de las obras de la velada.
A las afueras de una primitiva aldea gallega y bajo la luz de un claro de luna, La Mozuela se lava sensual mientras discute con su tía, La Raposa. La joven rechaza la relación de conveniencia que su tía y su madre, La Ventera, tratan de imponerle con un judío rico que podría sacarlas a las tres de la pobreza. Sin embargo, entre las voces, los gritos, los cantos y los lejanos aullidos de lobos, el viento traerá el enigmático silbido de un joven Afilador que, recorriendo los caminos de noche, irrumpirá en la acción para que La Mozuela vislumbre en él la posibilidad de dar rienda suelta a sus pasiones.
Concluida Ligazón y tras una rápida mutación en la que se introduciría en escena un pequeño mueble bar, nos trasladamos al Café de Higinio Pérez para presenciar La cabeza del Bautista, obra en la que Valle, jugando con la historia de San Juan y Salomé tejió la de El Jándalo y La Pepa, dos personajes que giran alredor de don Higinio, el primero como hijo y chantajista de su padre, y la segunda como amante y defensora del viejo. Dos personajes, El Jándalo y La Pepa que, aunque antagónicos y mortalmente enfrentados descubrirán, precisamente en la muerte, el amor que los une mientras suene de fondo En esta tarde gris, cantado por Antonio Bartrina, de Malevaje.
Apagados los inconsolables llantos de La cabeza del Bautista, nos encaminamos hacia el que habría de ser el último capítulo de la noche: Rosa de papel. Una obra en la que la puesta en escena sería la protagonista por los riesgos que asumió de principio a fin: en primer lugar, por la representación sin cama de la agonizante Encamada; en segundo lugar, por el desarrollo clásico del diálogo con el que aquella y su esposo, el irresponsable Simeón Julepe, dan comienzo a la acción separados entre sí declamando de cara al público; y en tercer lugar, por la explícita interpretación de la terrible escena final que, en vano, trató de atenuarse con la interposición de varios personajes.
A la postre, conluída la obra y reflexionando acerca de lo visto, debímos reconocer que los rotundos y prolongados aplausos con los que el Teatro Circo despidió La avaricia, la lujuria y la muerte, de César Bernard, fueron, además, bien merecidos. Y es que siempre es un placer poder ver representados estos textos en los que Valle Inclán, a través de historias independientes, pero conectadas por sus rasgos formales (respeto de las unidades clásicas, brevedad, trasfondo gallego, personajes primitivos y humorismo directo), nos muestra un retablo en el que la avaricia y la lujuria son, no ya dos pecados capitales, sino más bien dos pasiones inherentes al ser humano que, indómitas, lo arrastran a la muerte
Por eso, valorando la coherencia global de la puesta en escena, la sencillez y la rapidez de las mutaciones, el acertado uso de melodías para sugerir la presencia de personajes ausentes –el silbido para El Afilador y el tango para El Jándalo-, la perfecta creación de los ambientes, el trabajo impecable de los actores –todos interpretando a más de un personaje-, y el respeto del texto -que incluyó las acotaciones-, debemos concluir felicitando al profesor César Bernard y a Insomnes Teatro por demostrar una vez más a Ramón J. Sender que Valle Inclán se puede representar.