Este sábado el Teatro Romea de Murcia vistió el terciopelo rojo de sus butacas con el ambiente de las grandes ocasiones para dar la bienvenida a Yerma, segunda de las tres obras que, junto con Bodas de sangre y La casa de Bernarda Alba, dieron forma a la trilogía dramática que Federico García Lorca dedicó a la tierra española entre 1933 y 1936.
Así, con las plateas, los anfiteatros, las gradas y -por supuesto- el patio de butacas rezumando vida y expectación minutos antes del comienzo de la función, nos apresuramos a ocupar nuestras localidades dispuestos a no perder detalle del montaje que la compañía murciana Doble K Teatro iba a representar, por segunda noche consecutiva, en el primer escenario de la Región.
De este modo, con todo listo a un lado y a otro del telón, la obra arrancaría situando la acción en la casa de Yerma, en donde ésta y su esposo –Juan- conversaban en lo que parecía una típica escena hogareña protagonizada por un matrimonio joven y bien avenido. Sin embargo, durante el transcurso de este diálogo y bajo la aparente dulzura de los parlamentos, los personajes deslizarían los dos temas en torno a los cuales se articularía su relación a lo largo del drama: por un lado, la desconfianza de Juan hacia su mujer, que se traduciría en la insistencia en mantenerla recluida en casa; y por otro lado, la inquietud de Yerma por la ausencia de hijos en su matrimonio, a pesar de llevar más de dos años casada, que contrastaría con el desinterés expresado por su esposo.
Más adelante, pero aún dentro del primer cuadro de la obra, dos personajes más dialogarían sucesivamente con Yerma para presentar y comenzar a desarrollar aspectos clave de su personalidad. De esta manera, si con María -su amiga- la inquietud de la protagonista por no ser madre empezaría a convertirse en ansiedad al enterarse de que aquella esperaba a su primogénito tras solo cinco meses de casada, con Víctor –el pastor- se intuirían los rescoldos de una antigua atracción no consumada, pero tampoco del todo apagada, sobre la que, de hecho, Yerma ahondaría ya en el segundo cuadro al confesarle a la Vieja que fue Víctor el único hombre que la hizo temblar, mientras que, más tarde, a Juan solo lo aceptó como esposo por el acuerdo entre sus familias.
Precisamente, por esa ausencia de atracción hacia Juan, Yerma se afanaría en buscar en la descendencia la razón que diera sentido a su matrimonio asumiendo como propios los rígidos valores de la sociedad rural en la que había crecido, y según los cuales el matrimonio era poco más que un medio y los hijos, un instrumento para perpetuar linajes y asegurar heredades. Progresivamente, a lo largo de la obra, al no encontrar ese niño que la hiciera sentirse útil como mujer de campo, Yerma experimentaría cómo su inquietud inicial dejaría paso a la ansiedad, la incomprensión, la rabia y, por último, a un profundo odio que, macerado durante años, estallaría en la catártica escena final en la que lograría liberarse del yugo marital y de la presión social que la asfixiaban.
No obstante, a pesar del carácter eminentemente trágico -y clásico- de Yerma, animada por continuos cambios en la configuración de la escena, salpicada por deliciosas canciones de hondo sabor popular, y cuajada de frescos e interesantes personajes secundarios entre los que destacarían Magdalena o la Vieja Pagana, la obra, dividida en tres actos y seis cuadros, avanzaría con la agilidad, la flexibilidad y la rotundidad propias de una pieza maestra compuesta a conciencia para captar la atención del espectador y hacer desfilar ante ella buena parte de los tipos, los usos, las costumbres, las creencias, la conciencia y las miserias de la España rural de la época.
Por eso, logrado este sábado una vez más el objetivo que el autor se propuso alcanzar cuando escribió Yerma hace 82 años, mientras el público se deshacía en aplausos ya encendidas las luces del Teatro Romea, a nosotros, junto con el reconocimiento al notable trabajo del elenco de actores y a la brillante puesta en escena que desplegó Doble K, nos pareció que sería de justicia rendir homenaje a Federico García Lorca cerrando esta crónica con las palabras que le dedicó Luis Cernuda:
“Siglos habían sido necesarios para infiltrar en un alma la eterna esencia del lirismo español, su fuego espiritual. Hombres oscuros y anónimos se sucedían en tanto sobre la tierra. Al fin ese fuego oculto se hizo luz y brilló y templó los cuerpos ateridos. Poco tiempo ha durado su luz. Una mañana la brutal inconsciencia, la estúpida crueldad de unos hombres la apagaron contra las tapias del campo andaluz”.