Monumento al teatro, a la vida y a la libertad, el que levantaron este pasado sábado en el Auditorio de La Alberca José Emilio Vera y Antonio Aguilar, reputados actores de la compañía El Hangar Producciones, quienes, con sus interpretaciones, cautivaron y emocionaron al numeroso público que acudió a presenciar la representación de Pedro y el Capitán.
De hecho, bajo la dirección de Blanca Vega y Tomás Sznaiderman, el drama de Mario Benedetti inspirado en la represión militar que sufrió Argentina entre 1976 y 1983 dejaría entrever la crudeza de su trama incluso antes de empezar al mostrar, mientras el respetable tomaba asiento, el interior de una lúgubre estancia en la que un hombre lleno de magulladuras, esposado y encapuchado, realizaba ostensibles esfuerzos por mantenerse en pie.
Pocos minutos más tarde, comenzada ya la acción teatral, entraría en la desolada escena un señor de mediana edad, trajeado, de aspecto impecable, cuidados ademanes y rostro duro que, con abierta indiferencia, tomaría la palabra para interpretar un largo monólogo en el que le explicaría al preso cuál era la situación en la que se hallaba, qué motivos le habían llevado hasta allí y qué clase de colaboración esperaba obtener de él.
Lamentablemente para el Capitán, a pesar de sus esfuerzos, de sus dotes como orador y de los refinados modos con los que expuso sus argumentos, Pedro –sacado a golpes de su casa la noche anterior, acusado de comunista y conminado a que delatara a cuatro compañeros-, lejos de dejarse persuadir por las veladas amenazas de su captor, optaría por guardar silencio y no articular palabra bajo la capucha que le tapaba el rostro.
De este modo, concluido el primer acto y mientras sonaba un bandoneón de fondo, Pedro -alias Rómulo- sería llevado fuera de escena para sufrir el rigor de sus torturadores y reaparecer con las luces del segundo acto tumbado en el suelo de la sala de interrogatorios, ya sin capucha. Entonces, más ensangrentado, pero con la dignidad intacta, el cautivo accedería a conversar cara a cara con un Capitán que, esta vez, trataría de mostrarse más conciliador, y dispuesto a ofrecer un trato a cambio de información.
Por desgracia para el militar, en esta ocasión el joven prisionero no solo persistiría en su negativa a colaborar, sino que, poniendo a prueba su estudiada imagen de indiferencia, haría nacer un atisbo de simpatía que arraigaría en el último resquicio de humanidad del Capitán para dar pie a un diálogo intenso, complejo y sincero que, girando no en torno a la política, sino al amor, propiciaría que el verdugo fuera, paradójica y progresivamente, empequeñeciéndose ante su víctima.
De esta manera, recurriendo al juego de contrarios, al contrapunto y a la paradoja, el obra tejería una densa red dramática llena de guiños al teatro clásico –representación de acontecimientos truculentos fuera de escena, empleo del patetismo y culminación en forma de catarsis- en la que Pedro, que pasaría de una resistencia pasiva a un abandono activo, disfrutaría de una suerte de liberación, mientras que el Capitán, desarmado de sus convicciones y horrorizado de sí mismo, quedaría suplicando una confesión que lo justificara.