"Bodas de sangre", o el teatro en estado puro
En la noche del viernes, de la mano de la compañía Teatro del Matadero llegaba al Auditorio de Guadalupe Bodas de sangre, obra de Federico García Lorca estrenada en 1933, que, junto a las posteriores Yerma y La casa de Bernarda Alba, se convertiría en el primero de estos tres dramas rurales que habrían de consagrar para siempre al poeta granadino como uno de los más grandes dramaturgos de la historia de nuestro teatro.
Así, atraídos por la categoría de la propuesta y animados por los precios populares que caracterizan a los auditorios de nuestras pedanías, fueron muchos los que decidieron dejarse caer por el coqueto centro escénico de Guadalupe ya desde los instantes previos al inicio de la función en un estimable trasiego de público, animado y diverso, que acabaría a llenando más de la mitad del aforo del recinto.
Una vez dentro, lo primero que vino a llamar la atención de los asistentes fue la ausencia de telones, decorados o de cualquier tipo de elemento en el interior de una caja escénica que, así, se proyectaba absolutamente oscura y desolada. Sin embargo, en contraste con ese vacío reinante de los prolegómenos, ya comenzada la función haría su aparición un nutrido grupo de actores que, empujando y dejando colocados seis altos paneles móviles, pronto llenaron el escenario hasta formar un tumulto en el que todos se cruzaban con la mirada lanzada al infinito, como buscando algo que no acertaran a encontrar. Sin duda, una llamativa introducción que sirvió no sólo para captar la atención del público, sino también para presentar a los personajes, y disipar de un plumazo las dudas ante la puesta en escena.
A continuación, con rapidez, las seis mamparas mencionadas eran de nuevo movidas para configurar el primero de los siete cuadros en los que se desarrolla la obra lorquina y a través de los cuales íbamos a recorrer la trágica historia de pasiones oprimidas, luchas entre familias y esperanzas frustradas que Bodas de sangre nos presenta sobre el trasfondo de la violenta y cruda España rural de la época. Microcosmos dominado por tradiciones ancestrales y roles opresivos ante los cuales sólo cabe el acatamiento acobardado y servil o la rebeldía liberadora, pero fatal.
Iniciada la acción, en el salón de una casa de pueblo, una madre, anciana y enlutada, conversa con su joven hijo revelándonos las desgracias sufridas por la familia a lo largo de los años, cuando, en diferentes etapas, y a manos de distintos miembros del clan de los Félix, fueron asesinados su esposo y el mayor de los dos hijos del matrimonio. La mujer, consumida por el dolor y la rabia contra aquella familia de matadores, lejos de ver calmado su tormento con la noticia de la próxima boda de su único vástago vivo, lo sentirá reverdecer cuando se entere, a través de una vecina, de que la Novia de su hijo estuvo hace tiempo en tratos con Leonardo, otro miembro del maldito clan de los Félix.
En los sucesivos cuadros iremos descubriendo que aquel romance entre la Novia y Leonardo, que se antojaba antiguo y extinto, en realidad permanece más ardiente y agitado que nunca, a pesar del inminente enlace de la Novia, y a pesar de la vida marital que Leonardo lleva desde hace pocos años con la prima de ésta. De esta forma, ya finalizada la boda, y ya durante el baile, los amantes, devorados por la pasión, escapan juntos al galope precipitando los acontecimientos que habrán de conducirlos a todos al desenlace en el cual el desdichado Novio habrá de jugar un papel fundamental.
Así, como empujados por fuerzas invisibles e irrefrenables que emanaran de la misma tierra, unos en huída y otros en persecución, los personajes irán recorriendo inexorablemente los senderos que un destino cruel y caprichoso ha parecido dibujar para ellos con sinuoso trazo hasta llevarlos a la terrible encrucijada final. Punto culminante y fatal en el que, alumbrados por la luna y bajo la presencia corpórea de la mitológica muerte, se batan para siempre el Novio y Leonardo poniendo el sangriento epílogo al recién celebrado enlace nupcial.
Como bien imaginarán tras este breve resumen argumental, la labor de un cronista teatral a la hora de valorar una obra como Bodas de sangre sólo puede limitarse a enumerar algunas de sus virtudes más destacables. En este sentido, diremos que el texto de García Lorca destaca, en primer lugar, por la presencia de un destino implacable que arrastra a los personajes conectando la obra con las grandes tragedias clásicas; en segundo lugar, por la existencia de unas fuerzas telúricas que atan a los personajes de una manera primitiva y esencial con la tierra en la que han nacido y bajo la que parecen condenados a yacer de manera temprana; en tercer lugar, por el repertorio de dichos y canciones tradicionales que maneja a la perfección el autor al más puro estilo de Lope de Vega para dotar a su obra de lirismo y profundo sabor popular; en cuarto lugar, por la introducción de largos textos en verso en una época en la que ya hacía mucho que el teatro se había entregado a la prosa; en quinto lugar, por la riqueza de la simbología lorquiana, que tiene en la sangre, las navajas, los colores, las flores, la noche, el río y el caballo algunos de sus elementos más reconocibles; y en sexto lugar, por las encarnaciones, cuales personajes mitológicos, de la Luna como astro vivo y de la muerte como sombría Mendiga.
En cuanto a la representación de la obra por parte de la compañía Teatro del Matadero, debemos decir que, si la puesta en escena fue de lo más escasa y sobria posible, ésta, lejos de perjudicar al espectáculo, contribuyó a agilizar su desarrollo y a centrar la atención del público en el aspecto más importante de la función: las interpretaciones del elenco de actores, aspecto que además para nuestra suerte resultó ser el auténtico punto fuerte de esta compañía. Y es que, si Bodas de sangre es teatro puro para actores, y particularmente para actrices, tenemos que reconocer que pocas veces tenemos ocasión de admirar desde tan cerca y con tan gran lujo de detalles unas actuaciones tan ajustadas y fieles a la esencia de unos personajes y a la altura de un dramaturgo como García Lorca. Así, aunque podríamos subrayar la impecable y emocionante actuación de la Madre, o la espontánea y graciosa aportación de la Criada, o la callada y contenida representación de Lorenzo, injustos seríamos si no ponderásemos en su justa medida el trabajo de todo el elenco desde los leñadores hasta las muchachas, desde la Novia hasta el Novio, desde la Vecina hasta el Padre de la Novia, porque todos juntos fueron los que bailaron, cantaron, lloraron y celebraron por todo lo alto la fiesta del teatro en estado puro que el viernes vivimos en el Auditorio de Guadalupe.