Adolfo Marsillach examina las relaciones de pareja en el Teatro Bernal
Este pasado sábado, recorriendo la línea de metro imaginaria que une el centro de Murcia con El Palmar, decidimos apearnos en la estación del Teatro Bernal para asistir a la representación de “Yo me bajo en la próxima, ¿y usted?”, comedia de Adolfo Marsillach estrenada en 1981 con José Sacristán y Concha Velasco en los papeles protagonistas que, en esta ocasión, treinta y seis años después, sería montada por el Centro Cartagenero de Dramatización de la Historia.
Así, con el tiempo justo para comprobar la cálida acogida que iba a tener la obra de Marsillach entre el público murciano, tomamos asiento en el coqueto Bernal dispuestos a viajar a través del tiempo de la mano de Pepe y Concha: una pareja de separados que, a golpe de escenas retrospectivas, irían rememorando sus vivencias en materia íntima antes, durante y después del matrimonio que les unió y que, además, servirían para ilustrar múltiples mitos, creencias, costumbres y usos amorosos con los que creció buena parte de la sociedad española, desde la posguerra hasta la transición.
De este modo, arrancando la acción dramática con una de las últimas discusiones que tendrían Pepe y Concha como marido y mujer, el comienzo de la función nos situaría cronológicamente hacia finales de la década de los cincuenta, y solo dos años después de que la pareja protagonista hubiera contraído matrimonio tras un breve noviazgo de un mes de duración. En el centro de la escena, que aparecería delimitada al fondo por cuatro cartelones de metro en los que podrían verse impresos algunos temas clave de la obra, Concha recriminaría a su esposo, por un lado, las pocas atenciones que le prestaba a ella y, por otro, las numerosas miradas que le dedicaba a su asistenta. Pepe, por su parte, aletargado y taciturno, apenas se esforzaría en contestar a los reproches de su mujer con respuestas confusas y razones más bien peregrinas.
El diálogo, ácido y descarnado, concluiría con la marcha de Pepe y la sorprendente explicación de lo ocurrido por parte de Concha, la cual achacaba el mal humor de su marido al hecho de que ella le hubiera confesado que no era virgen cuando se casó con él. De esta manera, sin su esposo en escena, Concha daría rienda suelta a su imaginación para rememorar la noche en la que, a los diecinueve años y en un hotel de Laredo, tuvo su primera experiencia amorosa con un italiano llamado Franco. A continuación, reconociendo ante Pepe que quizá el italiano no fuese tan guapo ni la experiencia tan sublime, la mujer cedería la voz a su marido para que éste explicase que la falta de interés que durante su juventud tuvo por el sexo estuvo provocada por la turbulenta relación que mantuvieron sus padres cuando él era solo un niño.
Incrementando aún más el tono farsesco de la primera escena retrospectiva en la que habían aparecido Concha y el italiano Franco, en esta segunda los protagonistas serían Pepe, caracterizado como niño, y su madre, representada como una vieja desquiciada que no haría sino cargar contra su marido, por abandonarla constantemente, y contra su hijo, por el mero hecho de existir. Volviendo al presente de la obra, Concha y Pepe retomarían su pulso marital aportando argumentos que propiciarían la rememoración de los principales hitos de sus vidas sentimentales. De esta manera, al son de canciones que servirían para destacar la transición de escenas y subrayar el paso del tiempo, conoceríamos la inocencia del primer amor de Concha y una variopinta galería de personajes femeninos que se relacionarían con Pepe.
Dejando atrás a Eulalia –su avispada prima-, a Charles Laughton –la ruda prostituta - y a Maruja –la simpática cabaretera-, Pepe mostraría al público un accidentado y confuso recorrido amoroso en el que el gran ausente sería, precisamente, el amor. Por eso, dando tumbos guiado por el interés, la curiosidad o el deseo, Pepe daría la impresión de limitarse a seguir un camino previamente marcado y común al de muchos otros en el que hasta su propia voz se limitaría a reproducir estudiadas frases hechas como aquella –“yo me bajo en la próxima, ¿y usted?”- con la que conoció a Concha en un vagón de metro.
Ya en la segunda mitad de la obra y tras superar la escena central de la ruptura matrimonial, Concha y Pepe intentarían abordar, desde el presente situado en la década de los setenta, las causas de su separación. Así, alternando nuevamente en el segundo acto dos planos temporales para, por un lado, ofrecer el diálogo actual de los personajes y, por otro, reconstruir los pasos de los protagonistas después de su etapa de casados, la comedia mostraría a una pareja mucho más madura y reflexiva en la que en la que los argumentos ya no se esgrimirían como armas arrojadizas, sino como instrumentos útiles para alcanzar la comprensión mutua.
No obstante, aunque ambos reconocerían estar cansados de interpretar personajes que nunca fueron ellos, a la hora de la verdad, a pesar de expresar su intención de volver atrás, empezar de nuevo y cambiar su historia valiéndose de la magia del teatro, Concha y Pepe terminarían repitiendo mecánicamente el mismo diálogo con el que se habían conocido veinte años atrás para demostrar que en la ficción teatral, al igual que ocurre en la vida real, es imposible hablar con voz propia cuando se lleva demasiado tiempo recitando discursos ajenos.
Por eso, por encima de las carcajadas que salpicaron el desarrollo de la comedia debido al tono farsesco de muchas de sus escenas y al carácter grotesco de muchos de sus personajes, acabaría siendo la mordaz crítica de costumbres la verdadera protagonista de la obra de Marsillach. En cuanto a la adaptación dirigida e interpretada por Enrique Escudero, dos serían los aspectos más destacados de la misma: por un lado, la supresión de dos escenas que, no siendo esenciales en la trama, redujeron la extensa duración de la obra y, por otro lado, el traslado a Cartagena de la localización de parte las escenas, lo cual contribuyó a acercar la historia al público.
Finalmente, levantándonos de nuestras butacas mientras los numerosos espectadores hacían lo propio para dedicarle sonoros aplausos a Enrique Escudero y a Cristina Muiño -los esforzados actores que durante casi dos horas habían estado cambiándose de personajes sin descanso-, no pudimos sino felicitarnos por haber acudido una noche más a nuestra cita con el teatro, precisamente, en el que es uno de los coliseos más inquietos y accesibles al público de toda la Región.