Miguel de Cervantes llena de maravillas el Teatro Bernal
Delicioso espectáculo, el que tuvimos ocasión de contemplar este pasado sábado en el Teatro Bernal con motivo de la representación de El retablo de las maravillas; obra miscelánea elaborada por la compañía Morfeo Teatro que, tomando como base el célebre entremés cervantino publicado en 1615 dentro del libro Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados, desplegaría una aguda y certera crítica social cuajada de humor de hondo sabor popular.
Así, alzado el telón de la noche estrellada y viendo aparecer ante nosotros a los cómicos Chanfalla y Chirinos recorriendo los caminos en busca de villanos a los que engañar, lo primero que iba de llamar nuestra atención del montaje sería su cuidada puesta en escena en la que destacaron dos elementos: por un lado, el recargado telón de fondo en blanco y negro, que no era sino una original revisión del Guernica de Picasso, y, por otro lado, el uso de siete candilejas que, a pie de escenario, servirían para reforzar el carácter clásico de la obra, marcar fantasmagóricamente los rostros de los personajes y contribuir a crear un irresistible ambiente de fantasía y ensoñación.
De este modo, como si el coqueto coliseo de El Palmar se hubiera convertido en un maravilloso corral de comedias por obra y gracia de la magia teatral, los dos pícaros, dispuestos a sacar tajada de la zafiedad, el egoísmo y la cobardía de aquellos que, precisamente, por ser regidores de las villas debieran ser sabios, generosos y valientes, acordarían presentar ante las fuerzas vivas del pueblo más cercano un vulgar retablo haciéndolo pasar por extraordinario al asegurar que mostraba prodigios sin igual, aunque eso sí, advirtiendo de que, sentados ante él, solo los que fueren verdaderos hijos legítimos y cristianos viejos serían capaces de verlos.
Por tanto, jugando con el tema del objeto que solo es visible para aquellos en los que concurren determinadas cualidades sobre el que ya tratara siglos antes don Juan Manuel en el exemplo XXXII de su Libro del Conde Lucanor, o siglos después Hans Christian Andersen en su cuento El traje nuevo del emperador, en esta ocasión, Cervantes, al introducir como requisito para ser espectador válido de su retablo el ser cristiano viejo, amplificaría la sátira de costumbres desde el plano individual al colectivo para alcanzar a toda una sociedad –la de su tiempo- en la que se estimaba como prueba irrefutable de valía humana el hecho de no ser descendiente de moriscos ni judíos.
Ante nosotros, mientras los alegres burladores Chanfalla y Chirinos embaucaban al trío de torpes regidores de la villa a la que habían llegado, la crítica se iría desplegando demoledora bajo su vistoso envoltorio de comedia jocosa hasta mostrarnos un retablo cuya máxima maravilla no consistiría en dar a ver al forzudo Sansón o al toro que mató al ganapán en Salamanca, sino en presentar desnudas las ridículas y grotescas actitudes en las que tantos suelen caer con tal de ser considerados –en cualquier época- parte de un colectivo de prestigio o seguidores de los dictados marcados como positivos y aceptables por una sociedad.
Más adelante, llegados al momento en el que debería irrumpir la autoridad militar para poner fin a la breve pieza teatral cervantina a golpes, la figura que aparecería no sería la del esperado furrier, sino la sorprendente del mismísimo don Miguel, verdadera autoridad moral, que, transformado en quijotesco personaje, se mezclaría con las criaturas salidas de su pluma con el fin de juzgarlas desarrollando la estructura dialogada de otro de sus entremeses, La elección de los alcaldes de Daganzo.
De esta manera, recortándose espectral sobre el picassiano lienzo, símbolo de la barbarie y la sinrazón humanas, y contando con el apoyo de los fiscales Chanfalla y Chirinos, Miguel de Cervantes sufriría un rápido proceso de quijotización hasta fundirse con su heroico personaje para desplegar, como si fuera aquel, la tierna humanidad, el lúcido entendimiento, las discretas razones y los atinados juicios que hicieran alcanzar merecida fama -mundial y eterna- a su ingenioso hidalgo.
A la postre y en conjunto, la pieza, que se articularía mediante una estructura bipartita caracterizada en su primer tramo por su alegría y dinamismo y en su segunda mitad por su gravedad y trascendencia, no haría sino ofrecer un fiel reflejo de la trayectoria vital de su autor, quien, convencido de la nobleza humana, esgrimió la pluma para denunciar los vicios la sociedad de su tiempo con la esperanza de que así afloraran las virtudes de esta hasta acabar pobre, solo y decepcionado.
En cuanto al montaje, que no solo contó con una escenografía rompedora, brillantes juegos de luces, cuidado vestuario y acertados efectos sonoros, por encima de todas las maravillas que nos habría de mostrar destacaría el trabajo colectivo de un elenco de actores que, con Joan Llaneras, Francisco Negro, Mayte Bona, Felipe Santiago, Adolfo Pastor, Santiago Nogués y Mamen Godoy, supo captar la esencia de los personajes cervantinos y representarlos con toda la verdad que los concibió Miguel de Cervantes.